España y Cataluña a principios del siglo XX
En 1909, y desde hacía más de treinta años, España había superado, aparentemente, la sucesión de conflictos, revueltas, pronunciamientos, guerras civiles y cambios de régimen que habían seguido a la larga Guerra de la Independencia contra Napoleón, originadas y protagonizadas por la pugna entre los liberales (los depositarios del legado de las Cortes de Cádiz de 1812) y los realistas o absolutistas (partidarios del Antiguo Régimen y de los privilegios de la realeza y la nobleza) y las diferentes facciones entre las que unos y otros se dividieron. Finalmente, y tras el breve interludio de la I República (1873-1874), también repleto de conflictos y levantamientos, la calma y la estabilidad parecieron llegar con la Restauración borbónica personificada en la subida al trono del joven Alfonso XII. Su régimen, por obra y gracia de la Constitución de 1875, a su vez inspirada por el veterano dirigente Antonio Cánovas del Castillo, líder del partido conservador, trató de hacer una síntesis entre lo viejo y lo nuevo, creando una monarquía constitucional que consagraba definitivamente el liberalismo como el motor de la vida política y económica española sin por ello desterrar los privilegios de la vieja nobleza. Ésta había pasado en su mayor parte a fusionarse con los liberales, al verse beneficiada y enriquecida por el nuevo estado de cosas, cuando el poder financiero pasó a sustituir al derecho de sangre y a los títulos nobiliarios. De hecho, las famosas “desamortizaciones” que arrebataron las tierras de la iglesia y de los municipios para ser adquiridas en subasta por aquéllos que podían permitírselo enriquecieron aún más a los burgueses adinerados y a los nobles pudientes, pero hundieron aún más en la miseria a la ya de por sí muy pobre población rural española.
El régimen de la Restauración, pese a sus ínfulas liberales, no sólo daba un poder desmedido al monarca, que más allá de su labor de arbitraje podía hacer y deshacer gobiernos a su antojo, sino que convirtió el sistema electoral en una farsa, en una sucesión de gobiernos a la que se conoció como “turnismo”. Dos partidos políticos, el Conservador, dirigido por Cánovas, y el Liberal, dirigido por Práxedes Mateo Sagasta, muy parecidos ideológicamente entre sí, pactaban para turnarse en el poder. Llegaban a un acuerdo y se repartían los escaños de la Cámara de Diputados previamente a las elecciones, que por medio de un entramado conocido como caciquismo (llamado así por los “caciques”, esto es, los amos y señores de cada pueblo, que, por presiones o por simple pucherazo decidían los votos en cada circunscripción), con lo que aquéllas eran permanentemente adulteradas. La introducción por el partido Liberal del sufragio universal masculino, a finales del siglo XIX, no tuvo, de hecho, apenas incidencia alguna, ya que el pueblo no tenía posibilidad alguna de votar libremente ni con ello mejorar sus condiciones de vida. El poder lo monopolizaban conservadores y liberales, relegando a las emergentes fuerzas políticas, surgidas de los cambios socioeconómicos, es decir, republicanos, socialistas, regionalistas, a la marginación del juego político.
Estos cambios socioeconómicos fueron fruto de la incipiente industrialización nacida del liberalismo, de la emigración del campo a la ciudad en busca de mejores condiciones de vida y de trabajo en la industria, con el nacimiento de la clase obrera y su paulatina toma de conciencia y organización para defender sus derechos, y por el surgimiento de los nacionalismos periféricos –el catalán y el vasco sobre todo- como reacción al centralismo del sistema liberal y de la Restauración, que había eliminado cualquier vestigio de los antiguos fueros de dichas comunidades.
La Iglesia católica, por su parte, tras varias fricciones con las autoridades liberales a lo largo del siglo XIX, a raíz de las amortizaciones, había recuperado hacñia tiempo sus privilegios y no sólo era sufragada por el Estado sino que monopolizaba la educación, inculcando o pretendiendo inculcar a los hijos de los trabajadores unos valores contrarios a aquéllos de los que sus padres iban cobrando conciencia, lo que fue creando una brecha cada vez mayor entre las clases populares y el clero, a cuyos componentes veían como lacayos a sueldo de los patronos que les estaban explotando.
Con el advenimiento del siglo XX, los partidos dinásticos, es decir, conservadores y liberales, empezaron a debilitarse por la desaparición de sus líderes históricos, Cánovas y Sagasta, y las disenciones internas. El nuevo rey, Alfonso XIII, no ayudó mucho a mejorar las cosas abusando de sus prerrogativas para entrometerse continuamente en cuestiones políticas y militares. Mientras, las nuevas fuerzas políticas habían empezado a conseguir una débil representación electoral en las ciudades, donde el caciquismo tenía menos fuerza. En Cataluña se creó la Solidaritat Catalana, alianza electoral formada por la Lliga Regionalista catalana, carlistas y republicanos, que lograron una victoria total en las elecciones de 1907, expulsando literalmente del poder, en aquella Comunidad, a conservadores y liberales.
Ese mismo año, y como réplica a este movimiento, sobre todo al entendimiento entre Solidaridat Catalana y el Partido Conservador, ahora dirigido por Antonio Maura, se creó, también en Cataluña, Solidaridad Obrera, una confederación sindical formada por socialistas, republicanos y, sobre todo, los anarquistas, estos últimos el movimiento obrero y con mayor número de afiliados tanto en la industrializada Cataluña, y Barcelona en particular, como en el campo andaluz.
La cuestión de Marruecos
Unos años antes, en 1898, la sociedad española había sufrido un gravísimo trauma con la fulminante derrota en la Guerra hispano-norteamericana y la pérdida de los restos de su imperio colonial, especialmente la de Cuba y Filipinas. El gobierno español, que necesitaba a toda costa, por cuestiones económicas y de puro prestigio, nuevas colonias, en una época en que todas las naciones importantes europeas, e incluso pequeños países como Bélgica o Portugal habían logrado construirse cada una un gran imperio colonial, logró, en la Conferencia Internacional de Algeciras, en 1904, repartirse el territorio de Marruecos (uno de los pocos estados africanos aún independientes) con Francia. Los españoles se quedaron sólo con la franja costera norte del país, que controlaron a partir de las plazas fronterizas de ceuta y Melilla, mientras que los franceses controlaban el resto del territorio.
Los marroquíes, naturalmente, no vieron con buenos ojos la irrupción de unos dominantes extranjeros que tomaron posesión de su tierra y enseguida empezaron a explotar sus recursos, entre éstos las minas de Beni Fru Ifrur, propiedad de La Sociedad Española de Minas del Rif, controlada por el ministro de Instrucción Pública el Conde de Romanones, por el Marqués de Comillas y la familia Güell. El 9 de julio de 1909 las cábilas (tribus bereberes) de la región atacaron a los obreros que tendían el trazado del ferrocarril que había de unir las minas con Melilla. Inmediatamente, el gobierno de Maura decidió enviar al ejército en defensa de los intereses particulares de los propietarios de la Sociedad, ordenando la movilización de los reservistas.
Los reservistas eran personas que ya habían hecho el servicio militar, y que en su mayoría estaban ya casados y tenían hijos. No sólo tenían que abandonar a sus familias sino que las dejaban sin medios de subsistencia al perder sus trabajos y no hacerse el Estado cargo de su manutención. Además, existía una ley que permitía quedar exento de incorporarse al ejército previo pago de 6.000 reales, una verdadera fortuna para la época, que sólo los hijos de familias pudientes podían permitirse pagar, mientras que los salarios de los trabajadores llegaba a sólo 10 reales diarios. Naturalmente, esta flagrante injusticia, además tratándose del alistamiento para una guerra que las clases populares no entendían (o que, mejor dicho, entendían demasiado bien) causó un enorme malestar e indignación entre las clases populares.
Barcelona. Julio de 1909
El principal puerto de embarque para los tropas recién reclutadas era el Barcelona. El domingo 18 de julio se congregó una gran multitud en el puerto, sobre todo mujeres, hijos y familiares de los soldados. Tambien acudieron militantes anarquistas y socialistas a manifestarse para exaltar a la multitud y tratar de evitar los embarques. La presencia también de aristócratas barcelonesas que intentaron entregar a los soldados escapularios, medallas y tabaco (pero que se habían cuidado muy bien, con el conveniente desembolso de los 6.000 reales, de que sus hijos y maridos no fueran a la guerra) fue la gota que colmó el vaso. Inmediatamente estallaron violentos disturbios populares que se extendieron por toda la ciudad.
La llegada de noticias de Marruecos de las numerosas bajas de soldados españoles en el Rif, donde se recrucecían los combates, aumentó más el malestar entre la clase obrera, no ya en Cataluña sino en toda España. En Madrid se acordó convocar una huelga general para el día 2 de agosto. Sin embargo, en Barcelona, donde los ánimos estaban, como es lógico, mucho más caldeados, Solidaridad Obrera convocó por su cuenta un paro de 24 horas para el lunes día 26 de julio. El Gobierno decretó el Estado de Guerra, pero el gobernador civil, Angel Ossorio y Gallardo, se negó a secundarla, dimitiendo de su cargo y siendo sustituído por Evaristo Crespo Azorín.
Aunque la huelga fue seguida por la mayor parte de la población, tanto en Barcelona como en Sabadell, Tarrasa, Badalona, Mataró, Granollers y Sitges, y el ejército salió a la calle, los soldados fueron acogidos con gritos de “¡Viva el Ejército!” y “¡Abajo la guerra!” y apenas hubo incidentes.
Sin embargo, al día siguiente, el martes 27, llegaron a la ciudad las noticias del desastre del Barranco del Lobo, donde los rifeños tendieron una emboscada al ejército español, matando a unos mil soldados e hiriendo a otros seiscientos; entre las víctimas se contaban entre 200 y 300 de los reservistas que apenas una semana antes habían salido del puerto de Barcelona.
La indignación que se produjo entonces fue tan tremenda que el estallido de ira popular y de violencia fue inmediato y generalizado, iniciándose una auténtica insurrección, con el levantamiento de barricadas en las calles de la ciudad. La protesta contra la guerra se convirtió enseguida en protesta anticlerical, precisamente por ser los curas y los frailes los que estaban más en contacto cotidiano con el pueblo y ser considerados por la creciente y cada vez más organizada clase obrera como enemigos. Enseguida empezaron los asaltos a iglesias y conventos, muchos de los cuales fueron incendiados. El comité de huelga trató de refrenar a los insurgentes pero los ánimos estaban desatados y ya no había forma de detener la oleada de violencia.
Por otra parte las autoridades civiles y militares se vieron impotentes, ya que tanto la guarnición de la ciudad como las fuerzas de seguridad de Barcelona se negaron a salir a la calle a enfrentarse a los amotinados. Muchos de ellos eran de extracción humilde, como ellos, y se negaron a disparar contra los que consideraban sus hermanos.
Los sublevados esperaban que la insurrección se extendiera al resto del país, pero el Gobierno hizo rodear y aislar la ciudad y difundió a través de la prensa la noticia de que la revuelta tenía un carácter separatista, ocultando el hecho de que se trataba de una rebelión obrera y popular en toda regla. El jueves día 29 llegaron a Barcelona refuerzos de Valencia, Zaragoza, Pamplona y Burgos, compuestas por tropas mixtas de soldados del ejército regular y guardias civiles, sin tantos problemas de conciencia como sus compañeros catalanes para abrir fuego sobre los rebeldes. Faltos de una dirección capaz de organizar la resistencia, los amotinados apenas pudieron ofrecer resistencia a las tropas. En dos días, éstas sofocaron a tiros la revuelta.
El domingo siguiente, el día 1 de agosto, Barcelona estaba de nuevo en calma, pero el panorama era desolador: Habían sido incendiados 112 edificios, 80 de ellos religiosos, entre iglesias, conventos, colegios religiosos, comisarías y edificios públicos. Y, sobre todo, habían muerto 78 personas, 75 de ellas civiles (y sólo tres militares) además de unos 500 heridos.
Maura ordena al ministro de la Gobernación, Juan de la Cierva, una represión durísima. Varios millares de personas fueron detenidas, dos mil de ellas fueron a juicio, siendo condenadas a destierro 175, otras 59 condenadas a cadena perpetua y otras cinco a muerte. Los sindicatos fueron prohibidos y las escuelas laicas (las pocas que había), cerradas.
El 13 de octubre los cinco condenados a muerte fueron fusilados en el castillo de Montjuic, que dominaba la ciudad. Uno de ellos era el pedagogo y librepensador Francisco Ferrer y Guardia, cofundador de la Escuela Moderna, cuyo propósito confeso habían sido “educar a la clase trabajadora de una manera racionalista, secular y no coercitiva”, y al que se acusó, sin más pruebas que una carta escrita por las autoridades eclesiásticas de la ciudad, de haber sido el instigador de la revuelta popular. En realidad, ni la Iglesia ni al parecer las autoridades constituídas le perdonaban el haber creado la primera escuela mixta y laica de Barcelona, en la que se pretendía dar a los niños y niñas una enseñanza mixta, secular, anticlerical y favorable a las reivindicaciones de la clase obrera.
Las ejecuciones provocaron un auténtico movimiento de protesta y de repulsa contra Maura y su Gobierno tanto en España como en el extranjero. La prensa europea se hizo eco de ella y se produjeron manifestaciones en diferentes capitales y asaltos a las embajadas españolas. Alfonso XIII, alarmado, cesó fulminantemente a Maura, y encargó la formación de nuevo Gobierno al liberal Segismundo Moret.
Consecuencias
Puede parecer de poco interés escribir a estas alturas sobre unos sucesos que ocurrieron hace ya más de cien años, y de los que muy pocos españoles (salvo los estudiantes y catedráticos de Historia y, sin duda, algunos catalanes interesados en el pasado de su tierra) habrán siquiera oído hablar y tendrían probablemente interés en conocer.
Puede parecer también poco relevante porque se trata de acontecimientos transcurridos al principio de un siglo, el XX, muy convulso en la Historia de España, y marcado especialmente por la Guerra Civil de 1936 a 1939 y sus consecuencias, que determinaron nuestra Historia reciente y lo que somos hoy día, y cuyo dramatismo fue de tal magnitud que dejó poco menos que en nada el recuerdo de muchos otros sucesos dramáticos ocurridos en las décadas anteriores.
Y, sin embargo, fue un episodio que tuvo en su momento una repercusión tremenda, dentro y fuera de España. No sólo fue seguramente el suceso más dramático –si exceptuamos los horrores de la interminable guerra de Marruecos, que empezó ese mes de julio de 1909, que provocó el estallido de la Semana Trágica y que se prolongó hasta 1927- de un primer tercio del siglo XX plagado de momentos dramáticos, un tercio de siglo que comenzó con el impacto tremendo que causó en la sociedad española el Desastre del 98 y que acabó con la caída de la monarquía de Alfonso XIII, el advenimiento de la II República y, tras cinco años de convulsiones políticas, el comienzo de la Guerra Civil. También fue un acontecimiento que reflejó mejor que ningún otro el fracaso del régimen de la Restauración instaurado en 1874, la beligerancia de una clase trabajadora cansada de miserias y de injusticias y cada vez mejor organizada y autoconsciente de su fuerza, y el carácter de una clase dominante, la oligarquía de la época, que sólo supo contestar a la violencia desatada en un momento de hartazgo e indignación popular con la violencia bruta y arbitraria del Estado y, lo que es peor, sin intentar poner luego en serio remedio a las causas que la habían originado.
No lo hicieron los gobernantes de aquel tiempo ni lo hicieron sus sucesores; los conflictos sociales, aún larvados, se agudizaron, y luego acabaron desembocando en un estallido de violencia y de terror como no se conocía en España desde las guerras napoleónicas o incluso antes. Pero esa es otra historia.
Por otra parte, y a título personal, mi familia, aunque gaditana, tiene, por parte de mi padre, y más exactamente por parte de mi abuela, su madre, importantes lazos sentimentales con esa ciudad, Barcelona, ya que, aún gaditana, se crió y creció allí en los años 20 y 30, es decir en una época en la que los sucesos de la Semana Trágica estaban aún muy recientes en la memoria colectiva de sus ciudadanos, vivió y sufrió con sus padres y hermanos en aquella ciudad los horrores de la Guerra Civil y, aunque después regresaron (los que sobrevivieron, que no fueron todos) a Cádiz, siempre tendrían Barcelona en el corazón.
FUENTES:
WEBGRAFÍA:
La Semana Trágica:
La crisis de la Restauración:
Francisco Ferrer y Guardia:
La guerra de Marruecos:
El barranco del Lobo:
BIBLIOGRAFÍA:
HISTORIA DE ESPAÑA: DE ATAPUERCA AL ESTATUT, García de Cortázar, Fernando , Planeta, 2007, Barcelona.
DOCUMENTALES:
MEMORIA DE ESPAÑA, Serie de TVE, 2004
VIDEOS:
La Semana trágica 1909:
La guerra de Marruecos y la Semana Trágica:
Francisco Ferrer y Guardia:
El Barranco del Lobo:
http://www.youtube.com/watch?v=IltUAy10C48&feature=relatedMarta Olivera González
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