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domingo, 29 de abril de 2012

UN GADITANO EN MAUTHAUSEN


RECUERDOS DE LA GUERRA CIVIL

Para la mayoría de nosotros, los estudiantes de bachillerato, el asunto de la Guerra Civil es poco más que un tema de Historia, que tenemos que estudiar para sacar nota, un asunto del que oímos hablar de vez en cuando en la tele y del que se trata en libros que a veces tenemos que leer por razones de estudio, pero que personalmente no nos afecta ni nos llama la atención más que, por ejemplo, Napoleón y la Guerra de la Independencia. Es algo que se pierde en el tiempo y que ni nosotros, ni nuestros padres, llegamos a conocer.
Pero sí lo vivieron nuestros abuelos y bisabuelos. Y éstos luego se lo contaron a sus hijos y nietos, nuestros padres.
Es más por mis padres que por mis abuelos (la mayoría de ellos fallecidos cuando yo era aún pequeña) que he conocido varias historias personales, las de cómo vivieron nuestros mayores aquella guerra, y cómo les afectó a ellos y a los que vinieron después que ellos.
Son historias en su mayoría muy dramáticas, a menudo horribles, pero siempre tristes.
Por la parte de mis abuelos maternos conozco pocas historias, pues ellos no habían nacido cuando acabó la guerra, por lo que la anécdota más llamativa que recuerdo es la historia de cómo mi bisabuelo, soldado en la guerra, pidió permiso para ir a su casa, aquí en Cádiz, alegando que su mujer estaba muy enferma. Fue en realidad un embuste como una casa, pues mi bisabuela estaba como una rosa, pero mi bisabuelo estaba loco por volver a ver a su primera hija, la hermana de mi abuela, a la que sólo la había visto de recién nacida. El caso es que cuando llegó a casa ya estaba la policía esperándole en la puerta, pues entretanto se había descubierto el engaño, y se lo llevaron de nuevo al frente. También está la historia de cómo, ya en la posguerra, mi abuelo, que tenía una panadería, escondió en ella a un hombre, al parecer un soldado republicano huído, perseguido por la policía.
Por parte de mis abuelos paternos, hay mucho más que contar. Por desgracia.
Mi padre me contó los horrores de que fueron testigos su padre, mi abuelo, al que no llegué a conocer, sus tíos y sus abuelos. Vivían en Almendralejo, Badajoz, y sus tíos, entonces muy jóvenes, fueron testigos del asedio al que las tropas de Franco sometieron a la iglesia del pueblo, y de cómo cuando los defensores republicanos se rindieron, a medida que salían los regulares (los mercenarios marroquíes a sueldo de Franco) los iban matando a bayonetazos. Dijeron que cuando entraron en la iglesia se la encontraron llena de muertos. El padre de ellos, mi bisabuelo, trabajaba en Correos. Un compañero denunció por “rojos” a todos los que trabajaban allí, salvo a mi bisabuelo, y a todos los fusilaron. A mis tíos, los mayores, los reclutaron a la fuerza y los enviaron al frente. Algún tiempo más tarde se colaron en casa de mi bisabuela un grupo de soldados buscándoles (quizás para llevárselos detenidos por “rojos”, quizás para fusilarlos, porque en aquellos días fusilaban a la gente por cualquier cosa), y mi bisabuela les respondió: “¿Mis hijos? ¡Pero si están en el frente, luchando al lado de ustedes!”.
Pero la palma se la llevó la familia de mi abuela materna, la abuela Pepita. A ella sí la conocí, pero no lo suficiente: murió cuando yo tenía ocho años. Y la historia que voy a contar fue mi padre el que me la contó.




BARCELONA 1936-1939

Mi abuela Pepita nació en Cádiz en 1924. Era la hija pequeña de Jose Luis Almozara y Lola Lombera. Tenía cuatro hermanos, Jose Luis, el mayor (al que todos llamaban simplemente Pepe, y que era hijo de un anterior matrimonio de mi bisabuelo, cuya mujer falleció), Aurora, Rosendo y Lolita. Tenía mi abuela dos años cuando toda la familia se trasladó a Barcelona. Mi bisabuelo era maquinista de la Compañía Trasatlántica, pero por una enfermedad le destinaron a un trabajo en tierra firme. Es curioso que mi bisabuelo era socialista, ateo y masón, mientras que mi bisabuela era muy católica y beata, lo que sin embargo no causaba ningún problema: él la acompañaba a misa pero luego la dejaba en la puerta de la iglesia y la esperaba tomándose un café enfrente.
La familia Almozara al completo, hacia 1927. La más chica, en el
centro, es mi abuela Pepita
Jose Luis Almozara Sánchez, mi tío abuelo
Mi tío abuelo, Pepe, fue un chico rebelde; animado por su padre, acabó afiliándose a las Juventudes Socialistas. Era aficionado al fútbol y jugó en el Español. Cuando estalló la guerra, en 1936, fue movilizado con su quinta y enviado al frente. Combatió en la Bolsa del Valle de Bielsa y luego lo enviaron a la batalla del Ebro.
1938: Barcelona bajo los bombardeos



La vida en Barcelona se fue convirtiendo en una pesadilla a medida que avanzaba la guerra, con bombardeos aéreos cada día (sobre todo por los aviones italianos). Mi tía abuela Aurora, muy cabezota, acabó hartándose de pasar miedo y se quedaba en la cama leyendo mientras todo el mundo acudía a los refugios. Falta de recursos, sin comida, sin dinero, la familia lo pasó muy mal. Mi abuela Pepita y su hermana Lolita, que eran aún niñas, iban continuamente al Barrio Chino a vender en el mercado negro los libros y discos de la colección de su padre para conseguir comida con la que poder sobrevivir. Tan mal lo pasaron que se quedaron todos ellos en los huesos, y a las dos pequeñas se les retrasó el desarrollo.

Mi tío abuelo Rosendo fue reclutado a los 18 años, formó parte de la llamada “Quinta del Biberón” (llamada así por ser los reclutas muy jóvenes), y lo destinaron a la batalla del Ebro, una carnicería que duró seis meses y de la que salió vivo gracias sobre todo a que era muy miope y lo destinaron a camillero. Pepe resultó herido en un pie y, ante el avance de las tropas franquistas, pasó por Barcelona para despedirse de sus padres y hermanos antes de huir, como tantos otros, a Francia. Allí tuvo que enterarse por mi abuela Pepita de la muerte de su padre, fallecido meses atrás de un cáncer de estómago: un día habían ido mi bisabuela y Lolita a verle al hospital (iban cada domingo, pues estaba muy lejos y había que coger dos autobuses de aquellos tiempos para llegar allí) y se encontraron la habitación vacía y les dijeron que había muerto. Mi padre me dijo que quizás después de todo hubiera sido mejor, pues era muy probable que le hubieran metido en la cárcel por ser republicano, socialista y masón, y si no hubiese muerto por las horribles condiciones de las cárceles franquistas, como tantos otros, posiblemente le hubieran fusilado.
Barcelona fue declarada “ciudad abierta” y abandonada por las tropas y las autoridades republicanas y por una multitud de civiles fugitivos que, temiendo las represalias franquistas, huyeron hacia Francia. Ese día, Lolita y mi abuela corrieron al puerto abandonado y se encontraron con un barril enorme de aceite, y lo arrastraron hacia su casa, pero a mitad del camino un grupo de personas tan hambrientas como ellas se lo quitaron y se repartieron su contenido, dejándoles sin nada a ellas, que se pusieron a llorar desconsoladas.





1939: Las tropas de Franco entran en Barcelona
DERROTA Y EXILIO

Pocas horas después, las tropas de Franco entraban en la ciudad, y la gente, vestida de falangistas y con el brazo en alto, salió en tropel a recibir a los vencedores. Éstos se ocuparon de repartir comida entre la hambienta población que acudía en largas colas. Pero a los pocos días les dijeron: “traigan un cuenco”, y les dieron una pasta de algo parecido al engrudo. La gente dejó de acudir.
Huyendo hacia la frontera
Pepe y Rosendo pasaron la frontera, cada cual por su lado, con buena parte del ejército republicano, en febrero de 1939. Se encontraron en Argeles-sur-mer, un campo de refugiados francés (más bien un campo de concentración, donde las condiciones eran tan malas que los internados morían como moscas). Aconsejado por su hermano, Rosendo decidió volver a España, donde a pesar de no haber hecho nada y haber sido reclutado a la fuerza fue internado en un campo de concentración, el del Seminario de Corbán, en Santander, donde cada mañana tenía que salir del barracón, como todos los reclusos, semidesnudo y muerto de frío, a cantar el “Cara al Sol” bajo la lluvia.
En Barcelona, mi bisabuela acudió a pedir un aval al Alcalde de Barrio para que intercediera por su hijo y le liberaran del campo, pero éste le dijo: “¿Tiene usted un hijo en un campo de concentración? ¡Bueno, pues ahora va a tener tres!”. Ocurría que ese señor había tenido una librería, y durante la guerra los milicianos la habían saqueado y regalado unos libros a Lolita y a mi abuela, y por eso las consideraba también “rojas” a las dos niñas.
Así las cosas, al poco de acabar la guerra, mi bisabuela y sus tres hijas se volvieron en barco a Cádiz, instalándose en casa de unos familiares. Y aunque en Cádiz estaban las cosas mejor que en Barcelona, muy pronto la escasez llegó aquí también, y durante bastantes años pasarían hambre y penurias. Rosendo sería liberado poco después, gracias al aval de un militar franquista conocido de la familia.

EL HIJO DESAPARECIDO
La última carta de Pepe



Pepe, entretanto, fue reclutado, como muchos otros exiliados españoles, en las CTE (Compagnies de Travailleurs Étrangers) dependientes del Ejército francés, en las que se les obligaba a un trabajo duro por un mísero jornal. Fue en abril de 1940 cuando escribió su última carta a su madrastra y hermanos, carta que sin embargo, por las circunstancias de la guerra que entonces había estallado en Europa, no llegó a casa hasta 1957. Desde entonces, y durante muchos años, nada se volvió a saber de él.
Mi bisabuela, que, dicho sea de paso, le quería como si fuera hijo suyo, esperó, esperó y esperó, sin perder nunca la esperanza de verlo reaparecer algún día. Tan obsesionada estaba con él que su nombre se convirtió en exclamación habitual suya: “¡Pepe!”, exclamaba, cuando, por ejemplo, se le caía un plato.
Mi abuela y mi bisabuela en los años 40
La pobre murió en 1967. Mi padre tenía entonces 9 años y estaba, con mis tíos y mi abuela, y con toda la familia, en casa de mi bisabuela, cuando eso ocurrió. Sólo años después le contarían a mi padre que poco antes, sin que ella lo llegase a saber, había llegado una comunicación oficial del gobierno francés, informando de la muerte de Pepe en el campo de concentración de Gusen en 1941. Se ofrecía la posibilidad de acogerse a una pensión del gobierno alemán para las víctimas del nazismo, que la familia, que lo consideró una limosna de una nación que había asesinado a su hermano, se negó a aceptar.
Hasta sólo hace unos años, y tras varias investigaciones, no pudo la familia de mi padre averiguar la historia completa del tío Pepe. Una historia horrible y muy triste.

MAUTHAUSEN

Todo el mundo ha oído hablar del Holocausto y del exterminio de seis millones de judíos en los campos de concentración nazis. Pero muchos no saben, u olvidan, que las víctimas fueron muchos más: gitanos, prisioneros de guerra, sobre todo de los países del este (rusos y polacos sobre todo), homosexuales, retrasados o enfermos mentales, y, claro está, los enemigos políticos. Los republicanos españoles que habían huído de España estaban entre ellos.
El campo de Gusen
Presos de Mauthausen
El castillo de Hartheim
Cuando los alemanes invadieron Francia en 1940, encerraron en campos de concentración a todos los que los nazis consideraban indeseables, entre ellos a todos los exiliados españoles que pudieron coger. “Rotspanier” (rojos españoles), les llamaban. Mi tío abuelo fue uno de ellos. Primero lo metieron, junto con muchos más, en Estrasburgo, en una fábrica de armamento (lo último que la familia llegó a saber de él). Pero en diciembre, junto con 845 prisioneros españoles más, fue embarcado en un tren de carga hacia el campo de concentración de Mauthausen, en  Austria, donde llegaría tres días después, y donde los desembarcaron en medio de una intensa nevada. A varios de ellos, los más débiles, los mataron allí mismo.
Mauthausen era el principal de una red de campos de concentración donde enviaban a los presos políticos y resistentes de todos los países ocupados, a los que hacían trabajar como esclavos hasta reventar. A Pepe (ahora el preso nº 4565) lo enviaron al campo cercano de Gusen, donde enviaban a los presos más débiles o enfermos. Trabajaban diez o doce horas diarias incluso a 30 grados bajo cero. La mayoría de ellos moría a los seis meses; mi tío abuelo duró siete.
En agosto de 1941 fue traslado otra vez, ahora al Castillo de Hartheim, donde enviaban a los que los nazis consideraban como “desahuciados”, demasiado débiles ya para trabajar. Allí mataban a la mayoría de los prisioneros en las cámaras de gas nada más llegar. Con otros, hacían experimentos médicos antes de matarlos. Luego quemaban los cuerpos y arrojaban las cenizas al río Danubio. No sabemos cómo murió Pepe exactamente, y mi familia prefiere no saberlo, pero supone que lo mataron el mismo día que llegó.
No se sabe cuánta gente murió en la red de campos de Mauthausen, pero se calcula entre 120.000 y 300.000 personas. Unos 10.000 fueron españoles. Y unos 40, gaditanos.
Algunas de las víctimas
1945: Los americanos liberan Mauthausen
Placa conmemorativa



UN HOMENAJE PÓSTUMO

Hace unos años, mi tío abuelo fue el motivo de un imprevisto homenaje, un emotivo epitafio (mi padre, que nunca conoció a su tío, muerto 17 años antes que él naciera, lloró al leérmelo): un cómic de diez páginas escrito y dibujado por mi tío Ricardo Olivera (más conocido como Fritz), con el título “Mi tío, que estuvo en el Infierno”, publicado dentro del libro “Nuestra Guerra Civil”, compuesto por historietas escritas y dibujadas por diferentes autores que contaban las historias que sus padres y abuelos vivieron y les contaron a ellos. Los que querais leerlo, aquí lo teneis.

FUENTES:

Nuestra Guerra Civil, V.V.A.A., Ariadna Editorial, Barcelona, 2006
La guerra civil española, Anthony Beevor, Editorial Planeta, Barcelona, 2011
Triángulo Azul. Los republicanos españoles en Mauthausen, Mariano Constante, Gobierno de Aragón, 2009.
La Voz de Cádiz, 10/5/2005.

EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE MAUTHAUSEN
ESPAÑOLES EN MAUTHAUSEN


Marta Olivera González 2ºA

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